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martes, abril 11, 2006

@mor en la web

(Fragmento de novela)
Una noche de principios de año estaba en el cine con una amiga. No recuerdo el nombre de la película pero sí que había un gran amor, una pasión que nunca se extinguía. Era una historia en donde quisieras ser la protagonista, y no por lo atractiva que fuera la chica, ni por la herencia que supuestamente había recibido, ni siquiera por la casa antigua y enorme que se había comprado en la Toscana, no, por nada de esto, sino porque cualquiera hubiera querido estar en su pellejo porque había encontrado el AMOR. El que llamamos verdadero. El único. El que deseamos para siempre, aunque muy pocos logremos o creemos lograr. No aquél que ya sabemos dura poco. No ése que se transforma en lo contrario. No el amor universal que se puede tener por todo lo existente. No. El Amor en sus acepciones carnales. El Amor con todas sus consecuencias. Así, recuerdo, había encontrado el amor la chica del filme. Y al director le bastó mostrarnos la mirada con que veía llegar a un hombre para decirnos lo evidente...
Al salir del cine, en esa noche fría de enero, camino a casa por las oscuras calles de mi barrio, pensaba en lo que me hacía falta amar y ser amada... en alguien que me quitara el frío y alumbrara para mí en esa nocturna oscuridad. Quería tener unos brazos estrechándome y... bueno, quería un hombre a mi lado y que nos amáramos en una sintonía perfecta. Pero estaba sola. Había ido al cine con mi amiga y ella también estaba sola... ella deseaba lo mismo que yo. ¿Quién no desea lo mismo? ¿Quién no quiere amar?
¿Dónde iba a encontrar el amor? No me gustaba salir por las noches a bares, ni ir a discotecas. Acudir a espectáculos o comer fuera de casa requería de gastar dinero. Una ida al cine de vez en cuando y mi café diario en el bar donde siempre me ha gustado escribir un rato... esas eran mis salidas. Así nunca podría encontrar el amor que seguramente estaba destinado para mí... y cuando me gustaba alguien que miraba en algún sitio público, mi timidez no me permitía acercarme y si él se acercaba yo sentía que mis respuestas eran incorrectas y lo echaba todo a perder. En el fondo, tenía un complejo: si tomaba alguna iniciativa para acercarme a alguien, me iban a tachar de ligona... qué sé yo qué más cosas pasaban por mi cabeza y...
En fin, que fue cuando descubrí la web del amor, y mi mundo cambió.
Sí, me he enamorado varias veces. No he encontrado todavía el gran AMOR, pero no dudo que llegue en cualquier momento. Sé que me está acechando, que alguien está por llegar y que está a la vuelta de la esquina... lo recibiré con los brazos abiertos y le daré todo lo que yo necesito que me den: AMOR.

Llegué a mi ordenador, ese aparato frío, informático, que no me decía nada... lo puse en marcha, me conecté a internet, tecleé: solteros y entre las webs que aparecieron estaba la web del amor... y allí pulsé.
Sí, a los pocos días ya estaba enamorada. Caí como una buena principiante. Me enamoré de un médico de Palma de Mallorca. Fue tan intenso lo vivido que duró un mes y medio. Como todo al inicio fue la locura, la pasión, el encantamiento, después vino la confianza, la paz, y luego llegó el rompimiento y su fin. Por cierto que nunca llegué a conocer en persona al galeno. Reconozco que todavía siento curiosidad por ver a ese hombre del que estuve virtualmente enamorada y por el que pensaba lo dejaría todo.
Más tarde supe que a ese fenómeno le llaman la cerilla: chispa, fuego muy intenso, se consume rápido y se apaga.
Lo que puedo decir es que las noches de ese enero y parte de febrero ya no fueron tan frías ni estaba tan sola. Al caer la tarde me sentaba frente al ordenador, que ya no veía como a una máquina y aparato frío lleno de fierros y cables. No. Mi ordenador ahora era mi amigo y mi cómplice ya que él me daba la imagen, las letras, la voz de un sentimiento. Allí tenía la cita con mi Amor, sentada cómodamente en mi salón calentado con radiadores eléctricos.
El calorcito, mis cosas, la comodidad de mi casa, la ropa de estar por ahí sin salir, era como tener a mi compañero virtual al lado... y sin el compromiso de esfuerzos de hacerle la cena o de comprar más víveres para la despensa porque no era lo mismo una persona de cuarenta y nueve kilos que uno de ochenta y cuatro, que seguramente comería una barbaridad. ¡Ah!, y el humo de los dos paquetes de cigarrillos negros me decía se fumaba al día...
Era perfecto así. Era cada vez más el hombre perfecto. Mi amante fantasma. Sí, mi amante, mi compañero, mi amigo, mi novio, era todo. Hablaba de él con mis amigas, como si conviviera conmigo todos los días... así estuve hasta que vino la decepción. Lloré, le escribí cartas... y al final, lo olvidé.
He tenido más amores en la web del amor, pero ya no me dejo llevar por el efecto cerilla, voy con más cuidado. Sigo confiando plenamente y además estoy convencida de que un día llegará el definitivo: El AMOR. ¿Será por Internet?
...
Coro

Tía buena

LA GÜERA
¡Adiós güerita!
Gritaban a mi tía los pelados. Ella movía las caderas para allá y para acá. Tenía grande el culo, (perdón, no es de buena educación decir culo en mi país) y lo sabía menear para gusto y regocijo de algunos hombres del pueblo donde ella moraba y había nacido y donde seguramente terminaría siendo vieja, y al final de su vida, allí los gusanos le devorarían hasta la sombra que un cura habría bendecido. Yo iba encantada con ella a por el pan o las tortillas y me aprendía todititos los gritos que soltaban las calenturientas gargantas masculinas.
¡Guapa!
Ceñido a su cuerpo, marcando curvas blandas que nunca conocieron gimnasios ni participaron en ejercicios aeróbicos que las endurecieran, un vestido floreado de brazos descubiertos, con escote en pico, permitía esconder un canal entre elevadas montañas que formaban un busto puntiagudo y acompasando a las caderas iban de oriente a occidente y de norte a sur. Como agitando bien el envase de la leche matinal. Mi tía, ajena a tanto escrutinio corporal sacudía su melena rubia, y mostraba al aire una blanca dentadura, ostentando entre sus labios una sonrisa maliciosa y una desfachatez atrevida que nadie le conocía en casa. Y, simulando no enterarse de las audaces palabras que le aventaban lujuriosos personajes, aumentaba el meneo rítmico de su cuerpo. Balanceando mi inocente mano que se asía a la suya con mis cinco deditos bien prensados, me hacía partícipe de tanto movimiento erótico que emanaba de su anatomía.
¡Mamacita!
Las piernas, como pilares audaces, ni largas, ni cortas, comenzaban incitantes en un triángulo que se le formaba en el bajo vientre, saliendo belicosas hasta el suelo, moviéndose, redondas, terminando en unos pequeños pies agitadores, de largos dedos acusantes que asomaban coronados y saludables entre los huaraches de piel de buey.
¿A dónde vas?, te acompaño.
Mi tía comulgaba a diario cubriendo su cabeza con un velo dorado de encajes con formas de flores transparentes. Una exquisitez de diseño monjil que purificaba sus facciones que, asomando discretas e inocentes aparecían impresionadas por el sagrado e inmenso recinto. Sólo delataba rebeldía en su figura la picaresca nariz que apuntaba al cielo, aun cuando había que inclinar la cabeza y agachar la mirada para descubrir manchas en el suelo, o sentir pena por Jesús crucificado.
A veces, hincada parecía una estatua.
De sus pequeñas orejas blancas colgaban aretes quintados, con piedras verdes, azules o rojas, según el color del vestido y el sentimiento de su alma. Le conocí unos pendientes negros que le endurecían el rostro y no le permitieron hablar en un invierno de luto paterno, y que le abrieron un torrente de agua salada a los ojos que ya mostraban ríos de venas contenidas. Oscura, con seriedad en su interior, la Güera también era elegante, fría, distante.
Y hermosa.
Su vientre era una protuberancia redonda y sensual partida en dos, justo donde el ombligo mostraba su hueco soplando las margaritas que decoraban el vestido. Cuando mi tía, riéndose con furia, descargaba su alegría en carcajadas, yo miraba el acompañamiento que su estómago tenía con la hilaridad y entonces yo reía y reía y no podía parar de reír. Y miraba su barriga gelatinosa y volvía a reír.
Era tan feliz...
Y era su espalda su fortaleza. Era allí donde sostenía el mundo que iba pisando. Si estaba recta, bien erecta y empinada, ya sabía yo que el paseo iba a ser grosero y brutal, que provocaría insultos galantes de rufianes vulgares de manos toscas, barbas descuidadas y suciedad en los dientes. De machos deliciosos que miraban lujuriantes los encantos que la atrevida de la Güera les paseaba. El culo balanceante, las montañas agitadas, el vientre gelatinoso, los dedos acusantes, la risa, la inocencia provocativa de la tía virgen, inmaculada.
Santa.
Yo de grande quería ser como mi tía... Por eso cuando tuve la edad en que me sentí mayor, me compré un vestido floreado sin mangas, me introduje en él y comprobando que me ceñía la cintura y realzaba los pechos, me lancé a la calle. Me balanceé. Moví toda mi anatomía, enseñé los dientes... y nada. Pero nada.
Respeto.
Ningún piropo. Ninguna estupidez. La rabia, primero; y la cordura, después, paralizaron mis meneos y las flores coloreadas de mi vestido que ondeantes y alegres se agitaban revolucionarias entre los musculosos campos verdes, cesaron su inocente baile.
Al regresar a casa, entre hipos de coraje, me cambié de ropa y me olvidé de querer ser como la Güera.
Coro

Entre notas

Domingo musical
En el Auditorio. La Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña
Lleno. Lleno de gente... Programa. Alberto Ginastera Glosses sobre temas de Pau Casals. Robert Schumann Concert per a piano i orquestra en la menor, op. 54. Franz Schubert Obertura Rosamunda D.644. Astor Piazzolla Tangazo...
Sin piano, con piano, sin piano con el piano presente... en el Centro. La orquesta, los aplausos. Aparece la pianista, el director. Más aplausos. Las teclas, los dedos, las manos, la melodía, los violines, las violas, el cello, el piano, el escenario y tú. Las flautas, las trompas, los clarinetes, y tú, de nuevo, tú. El piano, los acordes, el director, la batuta, mi boli y tú.
El contrabajo, do re mi, la sol fa, sostenidos, aire, viento, cuerdas, teclas. Agudos, graves, sonoros, altos, bajos, fuertes, delgados y tú. La gente, las cabezas, el silencio, la música, la apoteosis. La marcha, diminuendo, el allegro, ma non troppo, y tú. La batuta y tú, tú, tú...
Las trompetas, los trombones, el saxo, los primeros violines, los timbales, el oboe. La pianista, sus manos calientes, las tuyas frías. El negro de los vestidos, el claro del auditorio, la madera, los asientos, la acústica. Schumann, Schubert, Piazzolla, Ginastera, Casals. Las luces, la penumbra. In crescendo, la furia, el enojo, el teclado, los violines, la réplica. La discusión, la calma, el acuerdo, el llanto de un niño: ¡A callar! De nuevo el piano, el trombón en acelere, la discusión, la discordia. Las notas, las palabras, el silencio, lenguaje escondido. Tú.
Los brillos de los instrumentos, el blanco y el negro. Palomas volando. La respiración, ronquidos cercanos. El arpa, suave... lenta, amor, caricias. Escondido asoma, poco a poco, piano a piano. ¡Ahora!... se descubre. El director, controla, dirige. ¿Estás aquí?, me gustaría... ¿Estás entre la gente que escucha, que siente? La flauta de pan y el clavicordio, no están. Las percusiones tampoco, se han ido. Como tú.
El piano pide, los demás dan. Los demás dicen, el piano responde. Si tú estuvieras... ¿sería igual? en el intermedio... No, no eras, y de haberlo sido, preferiría que no lo fueras... Quiero hablarte en silencio, llenarte de letras.
La pasión del director, la entrega. Se da. Entero. ¿Dónde estás? Tu figura, busco tu figura. La apoteosis, todos a la vez, estruendo, final: tú. La emoción, el llanto, la risa, tú. La calma. ¡Bravo! ¡Bravo! Los aplausos. Más aplausos. Muchos aplausos. No se acaban los aplausos. La gente aplaudiendo por todos lados, en los asientos, de pie, sentados. Los músicos de la orquesta se paran. El director, sale, entra, sale. Los aplausos más fuertes. Vuelve a salir. Más aplausos. Muchos, muchos aplausos. La pianista sale, las flores, entra, vuelve a salir. Más aplausos. Un bis. Me duelen las manos. Interminables palmadas dolorosas. Tú.
Un Solo de piano. Mi corazón emocionado, mis sentidos alertas. ¡Bravo! Más aplausos al final... tendrías que escucharlo, que verlo. Los aplausos en desorden, en orden, te extraño. El canto de las manos, de las tuyas. El lamento frío de tus dedos. Los aplausos cada vez más sonoros y fuertes. Como si te encontrara, aplaudo fuerte. El director no eres tú. De nuevo la música, la batuta... Su pelo, su figura delgada, como tú. Sus manos volando.
El ritmo acelerado. Allegro troppo vivace. Andante. Las percusiones, el viento entre las cuerdas...
Disminuye. Tristeza, acordes melancólicos. Nocturno. Noche. Oscuridad. El dolor. El pensamiento va a ti. ¿A dónde te has ido? Crescendo. Aumento. Grito. Clamor... Silencio.
La levita elegante. La resolución del conflicto. Los violines, los saxos, las trompetas, las flautas. Las manos palomas de paz. La paz. En paz. ¿Dónde estás?
Aplausos, más, más aplausos...
Coro

lunes, abril 10, 2006

De Meteorología

Mis amigas y algunas coincidencias

Invaden mi casa la señora Fantasiosa, doña Guasa y la señorita Histeria. Qué coincidencia, vienen siempre juntas... Nadie las invita, aparecen de repente, y con descaro se meten en todo. A ratos desvergonzadas y traviesas, parlotean alto y pasan de la risa al llanto con facilidad. Me sorprenden, y alegran a la vez. Al principio sólo miro cómo Fantasiosa juega con Histeria y ambas se desbordan con la Guasa.
Luego río con ellas, salgo de mi mutismo, disfruto. Me llevan de viaje, me orillan a burlarme de la vida, del amor.
De los placeres.

Fantasiosa me dice que andar por el mundo es volar sin rumbo... Histeria me avienta y vuelo alto y rápido y lejos. Con inocencia.
Sin mesura.
Incondicionales, me quieren y por eso me gustan y las tolero... aunque me controlen y zangoloteen entera. Me satisface el fulgor perverso de esos ojos misteriosos y conocidos que se pintan en mi espejo con chispazos de encanto.
Polimorfo.

Conocen mis secretos y los cantan cual sirenas seductoras... Tiempo después, están invadidos hasta los rincones y escondites. No sé dónde guarecerme. Han crecido, se han vuelto enormes. Las miro gigantes, alimentándose de mi comida, vacían mi despensa. Perfuman, cantan, lloran. Desordenadas y anarquistas.
Me roban el sueño.
Una semana de tolerar las imprudentes visitas es suficiente. ¿Qué las trae? ¿de dónde han venido? ¿por qué aparecen? Tal vez la Luna, quizás las Mareas, las Estaciones... o es probable que todos los fenómenos juntos...
Me atormentan.

Pero una vez gigantes, y adueñadas de mis pertenencias, comienzan a perder la risa. Una mueca dibuja sus rostros y un vacío siniestro se extiende en el aire.
Temerosas y decadentes, las observo: van perdiendo estatura y se encogen. Van quedando más espacios silenciosos donde hubo estridencia.
Recobro sitios.

Y ellas, sin saber cómo actuar, atisban por los visillos. Mudas, miran por el sendero de casa acercarse a Soledad, a Santa Pena y a tía Tristeza. Observan con espanto sus pasos enlutados y cómo van creciendo sus sombras...
Descubro en mí pensamientos de alivio al ver cómo se esfuman.
«Adiós», les digo.

Y juro, ante la mirada ya sin fulgor que me devuelve la luna, estar preparada para recibirlas la próxima vez: sacar provecho de Fantasiosa, perfumarme un poco de Histeria y disfrutar jugando a ratos con la Guasa. Sé que volverán...
Hemos crecido juntas.

Las sombrías y enlutadas, como si alguien les avisara, llegan dispuestas a ordenar. Y, aunque tampoco fueron invitadas, también se acomodan alegando que vienen a reparar los desastres encontrados.
Reflexionan y hablan en el sofá, en la mesa, en la cocina, en el baño, en mi habitación... El reflejo en el cristal me devuelve miradas profundas y opacas mientras ellas discuten.
Me involucran.

Soledad con su llanto siente Pena y Culpa el caos de casa a la frivolidad pasada. Me preguntan, me cuestionan. «Yo qué sé», contesto. Las escucho y observo...
Cuánto análisis.
Después, también vacían mi nevera, igualmente se alimentan de mis provisiones hasta agotarlas. Dejan los platos sin lavar, las camas sin hacer, los papeles en desorden y crecen hasta casi dejarme sin espacio para respirar. Allí, perezosas y sin parar de argumentar. Gigantes. Agobiantes...
Me agotan.

Qué bien que duran poco tiempo. Suerte que también asoman la nariz a las ventanas. Y se esfuman al ver acercarse a esas otras amigas. «Las que conviene tener cerca más a menudo», diría mi madre. Esas visitas que ya deseas y que con gusto convidarías: Mis queridas Cordura, Paz y Serenidad.
«¡Uf!, qué alivio», pienso.
Ojalá no me abandonaran nunca. Que no me dejaran. «Qué bien que han llegado. Bienvenidas», les digo, y abro anchas las puertas de mi casa.
Consumen víveres pero también surten la nevera, limpian, hacen las camas, lavan ropa, hablan, ríen, callan, entran, salen. Son correctas. Son perfectas. Son orgullosas y humildes.
Son encantadoramente odiosas.

Al cabo del tiempo también las quiero echar. Me sofoca tanto orden, me desesperan con tanta mesura, y mi anhelo más profundo es salir de la corrección y la sobriedad. Y apenas me entero cuando ya se han ido.
Sin mirar por los visillos.
Son tan ecuánimes que ni crecen. Tan discretas que sólo susurran monosílabos. No molestan y en su presencia es cuando mejor duermo. No opinan...
Si no es necesario.

Y, de pronto, descubro en mis aposentos a la vecina Aburrida. Esa que se cuela en cualquier descuido al abrir la puerta. Viene con la Rutina y la Costumbre. No hay manera de evadirlas, se sitúan y disponen de mi morada... unos días. Consumen poco, casi no beben, pero están allí, invadiendo mi espacio.
Me habitúo.
Estorban sí, pero... hacen compañía, de alguna manera. Miran todo, huelen las cosas, otras veces no ven nada. No ríen, casi no hablan, no cantan, no lloran, no sienten, ni discuten, no leen, sólo miran la tele aunque esté apagada. Con ellas todo es igual: gris, monótono, poco agradable. Apáticas. Sin incentivos.
Sin más...

Mientras tanto se desatan las fuerzas ocultas, allá en el Cielo infinito cargado de nubes. La Luna vuelve a llenarse. En el Mar las mareas suben y bajan, llevan y traen.
Y la Tierra girando sin parar.
Provocando Estaciones, despertando los sentidos... y atraídas por la gravedad que ejercen estas fuerzas supremas, escucho muy de cerca... de nuevo en mi sofá los cantos de sirenas...
Lo inevitable:
«Ya las extrañaba», les digo.

Coro

Mosquitos

Por todos lados, en el aire, en los jardines, en las habitaciones, en la sala, en los rincones surgen... me molestan, zumban en mis oídos, me nublan la vista, entran por mi nariz. Me pican, tantos, cientos, miles, millones de mosquitos.
¿Te agobian también en este momento? ¿Acaso miras cómo manoteo y los espanto? Es el atardecer que les provoca... la hora de su cena. Logro ponerme a salvo rápidamente. Entro en un cuarto y... uno se para en mi rodilla, lo observo. Siento cómo me inyecta algo y luego un pinchazo que me produce ardor. Lo dejo hacer su labor. Permito que me succione sangre. Que se lleve a su vida de insecto parte de mi esencia de persona, una micro millonésima parte de mi hemoglobina. Yo me largo allí, en ese cuerpecillo y vuelo transportada en esas sus alas ligeras... somos dos, tres, resultado de la mezcla, mestizaje humano animal.
Se va, volando bajo. Ha aumentado su grosor. Su barriga está hinchada. Le pesan mi glóbulos rojos y blancos ingeridos... sin embargo, vuelve al ataque. Ahora en mi pie izquierdo.
¡Ay! ¡Qué molesto picor! Abro las puertas y te busco.
Y de nuevo, tantos, cientos, miles, millones... por todos lados.
¿Dónde estás?
Coro