Mis amigas y algunas coincidencias
Invaden mi casa la señora Fantasiosa, doña Guasa y la señorita Histeria. Qué coincidencia, vienen siempre juntas... Nadie las invita, aparecen de repente, y con descaro se meten en todo. A ratos desvergonzadas y traviesas, parlotean alto y pasan de la risa al llanto con facilidad. Me sorprenden, y alegran a la vez. Al principio sólo miro cómo Fantasiosa juega con Histeria y ambas se desbordan con la Guasa.
Luego río con ellas, salgo de mi mutismo, disfruto. Me llevan de viaje, me orillan a burlarme de la vida, del amor.
De los placeres.
Fantasiosa me dice que andar por el mundo es volar sin rumbo... Histeria me avienta y vuelo alto y rápido y lejos. Con inocencia.
Sin mesura.
Incondicionales, me quieren y por eso me gustan y las tolero... aunque me controlen y zangoloteen entera. Me satisface el fulgor perverso de esos ojos misteriosos y conocidos que se pintan en mi espejo con chispazos de encanto.
Polimorfo.
Conocen mis secretos y los cantan cual sirenas seductoras... Tiempo después, están invadidos hasta los rincones y escondites. No sé dónde guarecerme. Han crecido, se han vuelto enormes. Las miro gigantes, alimentándose de mi comida, vacían mi despensa. Perfuman, cantan, lloran. Desordenadas y anarquistas.
Me roban el sueño.
Una semana de tolerar las imprudentes visitas es suficiente. ¿Qué las trae? ¿de dónde han venido? ¿por qué aparecen? Tal vez la Luna, quizás las Mareas, las Estaciones... o es probable que todos los fenómenos juntos...
Me atormentan.
Pero una vez gigantes, y adueñadas de mis pertenencias, comienzan a perder la risa. Una mueca dibuja sus rostros y un vacío siniestro se extiende en el aire.
Temerosas y decadentes, las observo: van perdiendo estatura y se encogen. Van quedando más espacios silenciosos donde hubo estridencia.
Recobro sitios.
Y ellas, sin saber cómo actuar, atisban por los visillos. Mudas, miran por el sendero de casa acercarse a Soledad, a Santa Pena y a tía Tristeza. Observan con espanto sus pasos enlutados y cómo van creciendo sus sombras...
Descubro en mí pensamientos de alivio al ver cómo se esfuman.
«Adiós», les digo.
Y juro, ante la mirada ya sin fulgor que me devuelve la luna, estar preparada para recibirlas la próxima vez: sacar provecho de Fantasiosa, perfumarme un poco de Histeria y disfrutar jugando a ratos con la Guasa. Sé que volverán...
Hemos crecido juntas.
Las sombrías y enlutadas, como si alguien les avisara, llegan dispuestas a ordenar. Y, aunque tampoco fueron invitadas, también se acomodan alegando que vienen a reparar los desastres encontrados.
Reflexionan y hablan en el sofá, en la mesa, en la cocina, en el baño, en mi habitación... El reflejo en el cristal me devuelve miradas profundas y opacas mientras ellas discuten.
Me involucran.
Soledad con su llanto siente Pena y Culpa el caos de casa a la frivolidad pasada. Me preguntan, me cuestionan. «Yo qué sé», contesto. Las escucho y observo...
Cuánto análisis.
Después, también vacían mi nevera, igualmente se alimentan de mis provisiones hasta agotarlas. Dejan los platos sin lavar, las camas sin hacer, los papeles en desorden y crecen hasta casi dejarme sin espacio para respirar. Allí, perezosas y sin parar de argumentar. Gigantes. Agobiantes...
Me agotan.
Qué bien que duran poco tiempo. Suerte que también asoman la nariz a las ventanas. Y se esfuman al ver acercarse a esas otras amigas. «Las que conviene tener cerca más a menudo», diría mi madre. Esas visitas que ya deseas y que con gusto convidarías: Mis queridas Cordura, Paz y Serenidad.
«¡Uf!, qué alivio», pienso.
Ojalá no me abandonaran nunca. Que no me dejaran. «Qué bien que han llegado. Bienvenidas», les digo, y abro anchas las puertas de mi casa.
Consumen víveres pero también surten la nevera, limpian, hacen las camas, lavan ropa, hablan, ríen, callan, entran, salen. Son correctas. Son perfectas. Son orgullosas y humildes.
Son encantadoramente odiosas.
Al cabo del tiempo también las quiero echar. Me sofoca tanto orden, me desesperan con tanta mesura, y mi anhelo más profundo es salir de la corrección y la sobriedad. Y apenas me entero cuando ya se han ido.
Sin mirar por los visillos.
Son tan ecuánimes que ni crecen. Tan discretas que sólo susurran monosílabos. No molestan y en su presencia es cuando mejor duermo. No opinan...
Si no es necesario.
Y, de pronto, descubro en mis aposentos a la vecina Aburrida. Esa que se cuela en cualquier descuido al abrir la puerta. Viene con la Rutina y la Costumbre. No hay manera de evadirlas, se sitúan y disponen de mi morada... unos días. Consumen poco, casi no beben, pero están allí, invadiendo mi espacio.
Me habitúo.
Estorban sí, pero... hacen compañía, de alguna manera. Miran todo, huelen las cosas, otras veces no ven nada. No ríen, casi no hablan, no cantan, no lloran, no sienten, ni discuten, no leen, sólo miran la tele aunque esté apagada. Con ellas todo es igual: gris, monótono, poco agradable. Apáticas. Sin incentivos.
Sin más...
Mientras tanto se desatan las fuerzas ocultas, allá en el Cielo infinito cargado de nubes. La Luna vuelve a llenarse. En el Mar las mareas suben y bajan, llevan y traen.
Y la Tierra girando sin parar.
Provocando Estaciones, despertando los sentidos... y atraídas por la gravedad que ejercen estas fuerzas supremas, escucho muy de cerca... de nuevo en mi sofá los cantos de sirenas...
Lo inevitable:
«Ya las extrañaba», les digo.
Coro
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